Pink Floyd: “Meddle”, alucinación espacial

EL ROBUSTO SEÑOR ROCK
Recuerdo haber tenido unos 10 años de edad, durante una tarde primaveral muy hogareña, cuando vi en la televisión (un artefacto marca Electra, de mediano tamaño y en colores) el comercial de la película “Pink Floyd: The Wall”. Fue más o menos en 1982. Como era muy pequeño y era una época en que “rayaba la papa” principalmente con fútbol y, en menor proporción, con algunos “superhéroes” y personajes chistosos de los dibujos animados de la tele, se me quedaron grabadas espontáneamente en mi mente y recuerdo algunas imágenes de esa especie de tráiler.

El motivo de tanta alucinación con ese comercial me causa bastante gracia hasta hoy: la animación de la cara pelada y sin cejas, abriendo la boca como si se fuera a comer una sandía, y por otra parte los hombres con el pelo rapado y con trajes negros muy ceñidos (de inmediato los asocié con militares).


En relación a la cara que abre la boca, hay un impacto adicional, que hace que hasta el día de hoy me ría a carcajada abierta y, en cierto sentido, me sienta bien (aunque no me gusten los uniformes y deteste en general cualquier cosa que tenga que ver con dictaduras y sobre todo con los nazis): mi señora “vinculó” una vez esa gesticulación animada con el gesto de los bebés cuando tienen sueño (abren tierna y vigorosamente la boca). De hecho cuando vi el primer bostezo de mi hija a los pocos momentos de nacer, con mi señora dijimos casi al unísono: “María Jesús acaba de hacer un Pink Floyd”.

“Pinkk FFloooyd, hueón, la película”

Volviendo al tema central de marras, quedé levemente alucinado, aunque en esa época los goles de Caszely, los divertidos diálogos del Conejo de la Suerte (Bugs Bunny) y el Pato Lucas, el Chapulín Colorado, el Chavo del 8, Hulk, Superman y el Hombre Araña, entre otros “animadores” de la “cultura pop” de entonces, como que concentraban mis intereses.

Recuerdo sobre todo a uno de mis hermanos, el que era ya todo un adolescente en ese minuto, con un sobreactuado “Pinkk FFloooyd, hueón, la película”. Yo, muy “cachuo”, me quedaba sólo mirando como diciendo: “¿qué es Pink Floyd?”. Y mi otro hermano se limitaba a decir: “un grupo de rock, hueón, y The Wall es una película con la música de Pink Floyd”…Pero a mí no me quedaba clara la película (je, je), a pesar de que el tema que sonaba en ese comercial ya me era familiar: “Another Brick in the Wall II” (obviamente no sabía el nombre).

Influencia de un primo “como si nada”

Pasaron algunos años y, para variar, gracias a mis hermanos y un amigo notablemente más “rockerizado” que yo, supe más de Pink Floyd y su música empezó a seducirme fuertemente, sobre todo porque la encontraba como recóndita, espacial y misteriosa. Sin embargo, la influencia mayor llegó por parte de un primo que había llegado del exilio.

Eso fue en el verano del naciente 1987. Yo tenía 15 años. Mi primo, un treintón que vivía en La Cisterna, a poco más de una hora en micro desde la cuasi precordillerana casa donde yo vivía con mi familia, junto a su mujer me invitó un verano para su casa, ya que la hija mayor de ambos fue a pasar algunos días donde unos parientes, por lo tanto quedaba una habitación para que yo pernoctara algunas jornadas allí.

“Vente pa´ donde nosotros, Gonza. Con la Mariela, encantados, te recibimos en la casa”, me dijo Ricky, quien se había empapado de una rica cultura liberal y de vida aclanada multifamiliar al aire libre y de libre albedrío, muy típica de los europeos.

Para mí era raro y alucinante, no porque mi familia fuera fome (lo pasaba súper bien con ella), sino porque con la familia de Ricky notaba una cosa un poco más “hippie”, como de ir de un lado para otro como si nada, de estar en la casa de los suegros de él en la mañana y, luego, en la tarde almorzando donde unos sobrinos de él o, quizás, en una piscina.

Lo cierto es que nadie se sorprendía por la sorpresa de aparecer de improviso en una de las casas. Obviamente se visitaban unos con otros como si nada y, en el mismo contexto, se desplazaban en cada vivienda como quien entra al baño o al dormitorio de su propia casa también como si nada.

Nueva alucinación de la mano de “Meddle”

Y allí vino otra nueva alucinación y fue nuevamente (valga la redundancia) con Pink Floyd. Una tarde Ricky estaba ordenando unas cosas en el living y de pronto colocó el álbum “Meddle”. Yo quedé asombrado con la misteriosa música. Y tomé la cubierta del long play, que sin pertenecer a un disco doble, se abría. Y ahí aparecía una foto en primer plano de los entonces veinteañeros cuatro integrantes (la que ocupé para el presente texto). Encontraba que más hippies no podían ser.

Me acuerdo que Andrés Vargas, el líder de un joven grupo de pop-rock del barrio alto llamado Engrupo (una especie de “adversario” artístico de los popularísimos Prisioneros a nivel nacional), enfatizaba orgullosamente, en una entrevista concedida a la efímera mini revista “Súper Rock”, “tengo todos los álbumes de Pink Floyd” (hasta 1987 eran 12). “Puta que envidió a este cuico”, debo haber pensado varias veces.

Lo cierto es que, a partir de ese minuto me propuse tener algún día el álbum para mi solito (¡¡que egoísta!!) y en formato original. Bueno, tardé algunos varios años, pero lo tuve.

Experimentación que no se agota

“Meddle” es de 1971 y es el quinto long play en la historia de los Floyd, y es el disco que deja definitivamente atrás la “volá” psicodélica de los primeros Pink, aunque “Atom heart Mother” ya había hecho esta tarea en cierto sentido. Pero esta cosa de vivir nuevas experiencias musicales es la esencia misma de Pink Floyd. Otras grandes bandas británicas como Yes, Emerson Lake and Palmer o Jethro Tull hacen variaciones sobre su mismo estilo con algunas exploraciones sonoras.

Los Floyd heredaron un poco ese espíritu beatlesco de arriesgarse permanentemente ciento por ciento y de esmerarse en lograr que sus productos musicales fueran lo suficientemente atractivos comercialmente.

Si bien es cierto quedaba atrás la loca genialidad de Syd Barrett, cuyo apogeo se concentró entre mediados de los 60 y el año 1968, ido el mismo Barrett y ya en los 70, claramente comandado por el bajista, compositor y cantante, Roger Waters, Pink Floyd quiso ir más allá de un “bombardeo” de efectos raros y de espectáculos asombrosos. Continuó haciendo todo aquello, pero la perfección era el desafío de la época y el “aporte mágico” del ácido lisérgico ya era historia.

El cuarteto británico, que ha vendido más de 300 millones de discos, ha deslumbrado a los seguidores del rock con álbumes como “Saucerful of secrets” (1968) “Ummagumma” (1969), “Atom heart mother” (1970), “Wish you were here” (1975), “Animals” (1977) pero principalmente “The Dark Side of the Moon” (1973) y el de la archicitada película: “The Wall” (1979). Pero “Meddle” es particularmente fascinante.

Suavidad, vigor y rareza
El long play de 1971 tiene un tema tipo suite, de 23 minutos: “Echoes”, y otros demoledores: “One of these days”, “Seamus”, “A pillow of winds”, “Fearless” y “San Tropez”. En “Echoes” llama la atención el telúrico piano distorsionado, que genera una tensión que crece en intensidad paulatinamente. David Gilmour ejecuta allí su guitarra eléctrica con la delicadeza y la potencia acostumbradas, sobre todo en los agudísimos e intensos punteos.

Nick Mason pone la suavidad y el máximo vigor dependiendo de las intensidades de los temas, cuyos cambios de ritmo y de melodía repentinos o paulatinos se dan con regularidad. Llaman la atención las deliberadamente somnolientas voces de Gilmour y del tecladista Richard Wright: brindan intimidad y emotividad.

La experimentación tiene su lugar con los sonidos de ballenas del mismo “Echoes”, los aullidos nocturnos de un perro en “Seamus”, tema cuyo único y blusero acompañamiento es una guitarra acústica y un piano; y los efectos del bajo, entre cortante, seco y distorsionado, de “One of these days”, donde Waters hace gala de su enorme curiosidad por los sonidos extraños.

¡¡Un gran álbum!!

Aquí los dejo con "One of these days" durante la película "Pink Floyd en las ruinas de Pompeya":

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