Una imagen como espectáculo puede pesar más que mil buenas reputaciones escondidas

Dumbo
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EN TERCERA CLASE
Una imagen bien manejada durante mucho tiempo puede transformar en un candidato presidencial ideal tanto a una gran dama o a un caballero muy distinguido como a un payaso o a un elefante rosado. Cualquiera que sea el afortunado puede llevarse todos los honores, más allá de las intenciones que tenga.
“Hoy todo es imagen”, me comentó un día, con notable soltura, un colega. La conclusión, por muy simplista que parezca, es tan clara y asertiva como actual. Obviamente para una institución cuya esencia es la imagen, la palabra viene como anillo el dedo: un museo, un observatorio astronómico, un instituto geográfico, un ministerio de infraestructura, una inmobiliaria, un servicio turístico y una agencia de modelos son algunos ejemplos.

¿Sus técnicas o medios para llegar al conocimiento público?: Internet y la televisión hoy son las herramientas más poderosas, más que los diarios y las revistas. Pero la expresión aludida por el colega no apuntaba allí.
Lo que él señalaba tenía que ver con la imagen como espectáculo en el estricto sentido de la palabra. Lo que dijo me recordó lo que le escuché a un profesor en tiempos de la universidad, por ahí por el año 1992: “el personaje público -la autoridad, el famoso o el que pretende ser famoso- tiene que hacer algo gracioso para que lo pesquen”.
No me considero un tremendo experto en el ámbito de las comunicaciones. No estará de más decir que la misma materia, desde un punto de vista netamente teórico, era mi “talón de Aquiles” en tiempos de la universidad. Pero 16 años de ligazón con el ejercicio laboral no pasan en vano y algo sé de comunicaciones: no sonará soberbio decir que no es poco.
Mientras más ingredientes, mejor
Si uno echa un vistazo a los medios informativos o, al menos, pone la oreja en éstos, el personaje público que protagonice o participe del hecho informativo sonará o se verá atrayente o carismático, en mayor o en menor medida, dependiendo de los ingredientes extras que la información misma tenga.
Desde el punto de vista de Internet, de la televisión o de los diarios el tambor de resonancia para lo que lo hace o dice el personaje público será notablemente mayor. Allí sí sólo se remite al hecho correrá el riesgo de parecer alguien de muy bajo perfil; es decir, una persona extremadamente seria y sólo distinguible por la asertividad de lo que dice o el escaso alarde de lo que hace.
En tal sentido, las probabilidades de salir mencionado en las encuestas de opinión son escasas. En todo caso, también es muy probable que el personaje “no esté ni ahí” -como hubiese dicho un “lolo noventero”- con ser demasiado famoso. Personalmente, si yo fuera famoso, a mí me acomodaría ese bajo perfil. Pero ésa es otra historia.
Pero los tiempos actuales son muy diferentes. Desde hace por lo menos unos 10 años o algo más, el personaje público requiere del “ingrediente extra”: salir disfrazado, ponerse un overol en una fábrica, vestir una indumentaria andina en el ritual de la Pachamama, chantarse un casco en la cabeza durante alguna visita a una construcción, mojarse las patitas en la inauguración de una playa, ponerse ropa adecuada para hacer esquí en la precordillera, etcétera.
Un caballero distinguido o un payaso
La cosa graciosa de la que hacía mención no tiene que ver con el lucimiento personal, sino que con algo más que eso: llamar la atención, acaparar portadas, estar en boca de medio mundo, aunque las intenciones sean diversas y, en muchos casos, muy nobles.
Son los lentes redondeados de John Lennon, el movimiento pélvico de Elvis, la revolución del vestuario de Michael Jackson o la de Madonna, las gesticulaciones grotescas de Adolf Hitler, los violentos movimientos de dorso de Fidel Castro, el vestido blanco de Marilyn, la mirada tipo “joven rudo” de Marlon Brando, las sonrisas “hipnóticas” de Bill Clinton o de John Kennedy, la aparente severidad patológica de Richard Nixon, la mirada de autoridad santa y cercana del Papa Juan Pablo II, la actitud de tía inquisidora de Margaret Thatcher, los vestidos de Cristina Fernández, la amable sonrisa de tía “buena onda” de Michelle, etcétera.
Es difícil precisar en forma exacta cuándo comenzó esto. Evidentemente cuando mencionó a personajes de hace más o menos 70 años, como Hitler, se pudiese pensar que este tema del manejo comunicacional a través de la imagen puede haber surgido en esa época. Pudo haber surgido también en los albores de la industrialización del cine. Ahí nos podemos remontar a Hollywood, en los años 10 del siglo XX. Pero es complejo dar en el punto exacto.
Algunos dirán que el manejo comunicacional mediante la imagen surgió en la elección presidencial de Estados Unidos en 1960, cuando en el debate televisivo dirigido a decenas de millones de espectadores de la nación, Nixon se veía notablemente más bajo que Kennedy, en circunstancias que no era tanta la diferencia de estatura: el tema estaba manejado en la diferencia de altura entre las respectivas tarimas y que, por cierto, no eran visibles para el público. Puede ser pero tampoco es posible dar en el punto exacto.
Lo que sí es cierto es que una imagen bien manejada durante mucho tiempo puede transformar en un candidato presidencial ideal tanto a una gran dama o a un caballero muy distinguido como a un payaso o a un elefante rosado. Cualquiera que sea el afortunado, en cierto sentido, puede llevarse todos los honores y constituirse en un verdadero ejemplo a seguir. Insisto: esto va más allá de las intenciones del aludido.



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