Hijos e hijas pequeños: dulce vértigo

EN TERCERA CLASE
La dosificación en las horas de dormir es un detalle. El lazo sanguíneo es el envión anímico que le brinda a un padre y a una madre el disfrutar y el dar amor a sus descendientes en la más tierna infancia. 

Han pasado 25 días desde que nació mi segunda hija. No quisiera caer en los clichés típicos del tono “no hay nada como ser padres” o “tener hijos es lo más lindo”. Al respecto sólo prefiero señalar que el acontecimiento en sí mismo y todos sus derivados son indescriptibles, inconmensurables y, por cierto, hermosos. Cuando nació mi primera hija, hace poco más de cinco años, ocurrió exactamente lo mismo. 


Para mi esposa esa bella sensación se multiplica por el hecho de haber vivido el embarazo y ser la proveedora de leche materna en el posterior e inmediato período de lactancia, donde la mujer es la que está evidentemente en mejores condiciones de darle cobijo físico al bebé.

Eso no significa que el hombre no asuma responsabilidades y no disfrute de su paternidad. Además de ser el progenitor varón, el hombre es el asistente número uno de su mujer y de sus hijos en todo cuanto les ocurra en las horas, los días y los meses que siguen al alumbramiento. 

Debo confesar que mi mujer es una madre de primera: para ella sus hijas son extensiones naturales de sí misma, algo así como sus otros yo. De mí ellas heredaron mi nariz y cierta cosa juguetona. La delicadeza en la muda, la sintonía fina para tratar ciertos problemas puntuales y la atenta mirada a los adultos que regularmente se relacionan con las pequeñas -parentela directa, la tía del colegio, la tía del furgón, los doctores- son tremendamente destacables en la labor materna de mi esposa.

Yo no he querido ser menos como asistente y, en tal sentido, cada vez que puedo mudo, doy mamadera, oficio de mecedora humana y regaloneo a las niñitas.

Espíritu de ayuda y de cariño espontáneos
Es cierto que el tiempo destinado al sueño se relativiza, pero igualmente es cierto que surge en cada madre y en cada padre un espíritu de ayuda y de cariño espontáneos, que en el caso nuestro influyen como enviones anímicos cada vez que la mayor de nuestra hijas desea contención y, la menor, alimento. 

El domingo más reciente, provisto de esos curiosos calores invernales, salimos de compra dos veces. En ambas mi esposa fue la que finalmente acudió a materializar la tarea, en compañía de nuestra hija mayor. Yo me que quedé en el automóvil con la pequeña de días. Afortunadamente, en las dos oportunidades, estacioné el vehículo en pleno supermercado y en partes de escasa circulación de gente.

En ambas ocasiones, tomé a mi hija en brazos. Parecía un capullito. En las dos me reclamó y, tras darle leche de mamadera, sofoqué su llanto. A la hora de mayor calor y para disminuir la penetración solar, puse en las ventanas los clásicos accesorios para evitarlos, entre éstos una mantita que improvisé para la ocasión.

En ambas oportunidades tenía puesta la radio del auto. En la primera escuchaba a Quilapayún. En la segunda un clásico de los Beatles, “Across the Universe”. Fueron momentos de intimidad, de conocimiento mutuo y reconocimiento, de sonrisas inocentes, de energías que van de un cuerpo a otro, independientemente de que éstos estén pasivos o casi pasivos: uno dormido y, el otro, sereno. En algún momento, a la hora de mayor calor, dormimos un ratito. Nadie nos molestó. 

Después llegaron mi mujer y mi hija mayor con la mercadería, señales para emprender el dulce regreso a casa. Me acordé de Joan Manuel Serrat y su famosísima canción “Esos locos bajitos”.

Eso es amor de padres y madres. Dicho de otro modo, un dulce vértigo. 




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