Óscar Castro: "Cuentos para el verano", colección para atesorar

El recordado escritor rancagüino detalló con maestría en su obra lugares y personas en historias reveladoras de una forma de ser particular de nuestro terruño.

Debo confesar, al arrancar estas líneas, que no había leído la obra de Óscar Castro. Curiosamente el texto cuyo comentario comparto ahora es un compilado de relatos denominado escuetamente "Cuentos para el verano", publicado por la revista Qué Pasa hace algunos años. Es cortito y digno de colección.

Pero debo confesar, a la vez, que yo me quedo corto en las palabras, porque me deslumbró. Así de simple. 

Al leer "Cuentos para el verano" no sólo me imaginaba las tierras de las zonas rurales de Chile, principalmente de la centro y la sur del país, tanto con sus componentes agrestes como sus verdes frondosos, sus animales típicos, precariedades, hombres y mujeres de ingenuo accionar en la superflua mirada citadina pero notablemente sabios en costumbres tan sencillas como corajudas, raras en la ciudad.

"El último", "Moñi", "El hombre que tallaba estribos" y "Antenor tiene sed" constituyen el set de historias nacidas de la imaginación del escritor rancagüino que conforman una selección de tan sólo 96 páginas (que, por cierto, se hacen escasas). Y no es menor señalarlo porque en sus 37 años de existencia (nació en 1910 y murió en 1947) publicó obras como "La vida simplemente", "Llampo de sangre" y "Comarca del Jazmín".


A continuación comparto algunas líneas de este "Cuentos para el verano":

"Cuando ha cesado el eco de la última frase, Ciriaco Zúñiga desvía las pupilas del fuego y torna la cabeza hacia la choza: no hay nadie en el umbral, nadie tampoco junto a él, aparte de la noche y su amenaza viscosa. Entonces, ¿quién hablaba? ¿Quién revivía la consejas inmemoriales? Era su propia voz, su voz perdida en la montaña ciega. Era su soledoso espíritu, su angustia de varón sin hembra, su temor al silencio que amenaza como la boca de un fusil desde los matorrales y las peñas".

("El último")

"Infinidad de veces trataron de sacarle al idiota su secreto. Lo emborrachaban sabiamente y se quedaban a la espera de sus revelaciones. Pero nada obtenían fuera de sus palabras de siempre. El Moñi cogía una piedra, un palo, un fierro y trazaba su mapa consabido. Asignaba los nombres que ya conocemos, sin variarles nunca el orden, a cada uno de los trazos en que dividía su plano y terminaba riendo y sollozando:

-Moñi, na'...Moñi, na'...Moñi, hijo..."

("Moñi")

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