Surrealista y ultra recargado

John Wayne, fotografía de sitio The Vintage News
De un instante a otro a Isabel, nuestra jefa, se le ocurrió que fuéramos a la casa de la jefa superior, Prudencia. Íbamos los siete. Debo reconocer que yo estaba en ese instante algo indispuesto...No fue por la comida (estaba rica). Eran las ganas.

Llegamos al departamento de Prudencia, céntrico y de apabullante tono oscuro, aunque elegante y amplio. Nos recibió bien, con un cafecito incluido, aunque me llamó mucho la atención una pizarra blanca con una figura geométrica dibujada al medio y algunos garabatos técnicos al costado. No sé qué diablos quería decir, pero lo cierto es que nuestra jefa y la anfitriona monopolizaban la conversación. Ni siquiera Lourdes, regularmente muy despierta y locuaz, se animó a interrumpirlas.

Tras media hora, decidimos partir para volver a la oficina. Nos despedimos con dulzura y las típicas frases del tono "lo vemos después", "ok", "nos juntamos la próxima semana", "te mando un whatsapp" y otras por el estilo. Sin embargo, cuando Prudencia se despidió de mí, me susurró algo que no entendí pero motivó a que me hiciera el entendido: "oye, después vemos lo del laptop", me dijo. "OK", me limité a responderle.

En síntesis, aunque provista de ciertas rarezas, fue una agradable circunstancia. Aunque no quedó allí. 

Una vez que salimos del departamento detecté que el resto se me adelantó hacia otro lado arriba del mismo edificio. ¿Qué pasó con Isabel, Lourdes, Alejo, Zulema, Claudina y Paul?. Afortunadamente sentí un grito algo agudo, como si hubiera provenido de Fito Páez cantando "El amor después del amor"... "¡Ferenc!, ¿dónde estáás?".

Subí raudo una escalera larga. Vi que Alejo se metió a algo parecido a un bar con tinte de pub, pero que estaba semi vacío. Me llamaron la atención las baldosas: eran resbaladizas, con aspecto de tabla de ajedrez y con una pendiente de unos 20 grados bastante prolongada hacia la puerta de entrada y de salida, donde estaba la escalera larga. Aunque se podía llegar al piso colindante gracias a una pasarela, igual sentía como una sensación de vacío, equivalente a esas partes intermedias de algunos edificios que, de noche, se ven tan oscuras que no uno no sabe si allí hay un precipicio o un hoyo gigante hacia el fondo de la tierra.

-¿Qué te parece, Ferenc?. Está filete. –preguntó y opinó Alejo.

-Pero... Está rampa es extensa y peligrosa. Si los muchachos bailan y se embriagan pueden perder el equilibrio y caerse...Bueno, al menos sacarse la cresta - respondí. 

-Pero no creas, eso lo tenemos controlado –respondió una dulce voz que irrumpió desde la barra. Se trataba de una hermosa, menuda y muy delgada muchacha, de ojos claros y cabellera negra ondulada y con un rapado punk, vestida de negro, quien curiosamente - y para mi asombro- tenía unos mostachos muy masculinos en un lado de la cara y el brazo derecho muy peludo y venoso.

-¿Y cómo me garantizas eso? - le consulté sonriente, aunque nervioso.

-Muy simple: ponemos a nuestros corpulentos guardias como escudos humanos - respondió muy segura la joven.

Alejo, quien estaba apoyado en la barra escuchando atento la conversación, no pronunció palabra alguna pero, risueño, me hizo un gesto como del tono: "¿viste?".

Minutos después, francamente no recuerdo si fue arriba o abajo del edificio, ingresé a un lugar que era claramente parte del desierto chileno aunque con casas típicas de esas zonas de nuestro norte. Perdí de vista al grupo pero me encontré con un par de sobrinas: Antonya y Victoria. Vi un afiche de carácter turístico acerca del mismo lugar, el que estaba pegado en una pared de madera. Destacaban allí unas edificaciones patrimoniales -entre ellas, una iglesia- y una modesta vivienda de adobe, todo pintado de blanco y que contrastaba con el amarillo de la tierra y el celeste casi azulado del cielo. Desde mi modesto punto de vista, por muy desértico que fuese era algo tan lindo como el paisaje real que estábamos viendo. Pero me animé a bromear.

-Allí está mi casa - digo. Antonya se rió y mucho. Yo también.

De pronto, detectada la presencia de mi papá, de mi mamá, de mi hermana y de algunos primos y sobrinos, noté que la cosa se puso un poco fome y... casi por arte de magia, gracias a la fuerza de mi mente, hice aparecer a John Wayne. Sí, el mismísimo: de casi dos metros de altura, el corpulento, desafiante, rudo y legendario cowboy del viejo oeste americano.

-¡Hola, buenombre!, ¡¿cómo estás buenombre?!, ¿¡qué estás haciendo buenombre!? - exclamó en voz alta y muy histriónicamente Wayne. Sospeché en ese momento que se dirigía a mi padre, un viejo amigo de él. Pero mi papá no le respondió. Si lo hizo mi primo Ritchie, de la misma estatura del vaquero pero algo más joven y delgado. Lo hace en el mismo estilo desafiante de Wayne. 

-¡Aquí te estamos esperando, John!...Te tenemos el mejor whisky, la mejor carne y hospedaje gratuito. ¿Qué te parece?.

El resto suelta unas carcajadas tan fuertes como histriónicas. Wayne sonríe, se saca el sombrero y hace una reverencia a las damas para luego saludar a los varones con apretones de manos y abrazos. Acto seguido, entran a un restorán propiedad de Osvaldo Soriano.

¡Vaya sueño! 

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