Final de carrera

Ciclista (Skitterphoto, de Pexels)
Por Gonzalo Figueroa Cea

No es la recta final de una competencia ciclista, pero el joven pedalea como si estuviera bajando la cuesta Barriga sin moradores, automóviles ni sentido del peligro. El problema es que ni siquiera es la cuesta Barriga y, lo que es peor, se traslada por la Alameda en una agonizante tarde de lunes primaveral con mucha gente circulando.

Sin exagerar debe ir a unos 60 kilómetros por hora, ya cruzó Mac Iver por la pista derecha y sigue en dirección al poniente. Varias personas se fijan en el bólido pero muchas no -quizás concentradas en otras cosas y muy en sí mismas-, lo que es raro porque, a esa velocidad y en plena urbe, el muchacho ya podría haber ganado el Tour de Francia o el Giro de Italia.

Pero la indignación cunde en los peatones y en los mismos conductores, tanto por cierta falta de empatía del sujeto o simplemente por su indiferencia. A la altura de San Antonio se pasa una luz roja del semáforo y lo mismo hace poco más allá, cuando una pareja de viejitos está punto de cruzar.

-¿Qué se cree este hijo de puta? -exclama airado y con brazos alzados, en medio de diversas muecas y expresiones de molestia, un tipo con pinta de empleado público que camina cerca de la entrada a la estación del Metro Universidad de Chile y también va en dirección hacia el poniente. 

Casi a la altura de Morandé el muchacho observa la luz verde a veinte metros de llegar a la intersección respectiva y decide acelerar siempre por la pista derecha. Lo hace y además se da el “gusto” de insultar a otro ciclista, quien está a la espera de su turno para cruzar la calle, por el solitario “pecado” de este último de poner un pie en la calzada.

-¡Saaaale, huevóóóón! -exclama el ciclista veloz poco antes de pasar la intersección.

-Pobre tipo. A quienes somos cultores de este deporte tan lindo, un individuo así no nos representa. ¡Es una vergüenza para nosotros! -señala, con desusada serenidad, el ciclista que espera cruzar.

-Yo creo que ese es candidato fijo a que lo maten. Así de simple -le comenta un tipo que está al lado.

A la altura de Teatinos el joven vuelve a vulnerar la ley de tránsito y logra esquivar a una pareja con niños pequeños que estaba cruzando la calle con todas las de ley.

-¡Cuidaaaadoooo!!! –exclama allí con prepotente seguridad.   

Pero a la altura de Amunátegui ocurre lo imprevisto: desde una camioneta que transporta palos de bambú ornamentales, se sale una de las unidades de aquel producto, la que justo va a parar entre los rayos del velocípedo del engreído y temerario joven, quien al acto da junto a su medio de transporte dos vueltas dignas de clavados en piscina olímpica con guiños de acrobacia circense, por cierto mal logradas.

El costalazo es fortísimo, sonoro y tan rápido que no hay testigo que reaccione inmediatamente al respecto. Para más mala suerte de él, su cabeza va a parar a un grifo. Instantáneamente queda tendido, inmóvil y sangrante. No tardan en socorrerlo un grupo nutrido de transeúntes, donde una joven muchacha, que también circulaba en bicicleta por el sector, lidera los socorros.

Pasan minutos de conmoción, incredulidad y muchedumbre extra que se aglomera. Más de alguien grita “¡traigan una ambulancia, por favor!”. De pronto aparece en escena el tipo con cara de empleado público que, momentos antes, caminaba por el sector de la estación del Metro Universidad de Chile. Asoma la cabeza, mira y detecta que es el mismo joven que ya había visto pedalear raudo.

-¡Hijo de puta!, ¡tanto que te la creías!, ¡vaya medalla de oro que lograste! -exclama. El resto lo observa entre incrédulo y extrañado.    


Comentarios

  1. Estupendo relato! De un craks. Gracias Gonza por sacarnos sonrisas con esta historia!

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