Jim Morrison en el otoño californiano, "perro" y "cacerola"

Jim Morrison (foto de sitio TV Azteca Noticias)
Por Gonzalo Figueroa Cea

Es un anochecer otoñal de 1991. Ferenc Mancilla yace vestido y relajado sobre su cama escuchando el rock progresivo del Genesis gabrielano, cuando escucha la voz de barítono sin canto, pero lo suficientemente seria, de su papá. "Te viene a ver uno de tus amigos de siempre, el de pelo largo oscuro", detalla. "¡Ah! el perro", deduce Ferenc. Salta como resorte de la cama, sale entusiasta del dormitorio y abre la puerta que da la calle para saludar e invitar a su amigo al interior, pero éste amablemente declina.

-Vamos para la plaza de siempre.

-¿Y el "cacerola"? 

-No sé, fui a verlo y no estaba...Que te precupai de ese gallo -enfatiza risueño Pancho, a quien otros amigos le apodan "perro". Pero Mancilla nunca se ha atrevido a llamarlo así y, obviamente, nunca se lo ha mencionado ni querido preguntarle.

-Ok...Hace un frío yegua. Llevaré mi chaqueta gris acolchada por dentro. Es mi regalona -se limita a decir Ferenc. Puesta la vestimenta, de elegante solapa de chiporro blanca, que con los bluyín y lo mocasines café brillosos dan el suficiente toque rockero clásico, Pancho queda sorprendido.

-Eres como el doble de Jim Morrison en el otoño californiano -divaga graciosamente el amigo de Ferenc.

-Pero me falta estatura y ocho años más para transformarme en leyenda: recuerda que murió a los 27. Más bien soy Tony Banks o Rick Wright en el otoño de Glasgow -reflexiona el aludido. Pancho lanza una carcajada antes de proseguir la conversación.

-Pero ahí también estamos mal -plantea.

-¿Por qué?- pregunta Ferenc con curiosa sonrisa.

-No dudo que Glasgow sea igual de helado en invierno que Santiago, pero si relacionas a esos personajes con tu pinta y el mismo lugar, debemos situarnos en 1971, por lo menos.

-...Tienes razón -asevera serio Ferenc después de parecer ponerlo en duda.

-Mejor dejémoslo en California y que eres el clon de Jim Morrison en el otoño californiano -acota Pancho. 

-Mejor, porque recuerda que ese mismo año murió el genuino- complementa Ferenc. Ambos se ríen nuevamente. 

Con un frío penetrante que hace olvidar rápidamente que un mes atrás era todavía verano, caminan por Las Hualtatas, altura del 7000, hasta Indiana, donde doblan hacia el sur. Es la caminata de siempre hacia la plaza que da a Las Tranqueras, entre Puerto Rico y Cleveland. El sector sigue teniendo un alto perfil de clase media que las modernas luminarias anaranjadas no disimulan. 

Pero tardan en la aproximación a la plaza. A Ferenc le llama la atención la lentitud poco habitual de las caminatas hasta esa plaza. No es cosa de él. De hecho recién cinco minutos después de abandonar su casa llega junto a Pancho a la esquina donde es factible ver una especie de clásico de sus recorridos habituales: el enorme sitio mitad eriazo mitad canchas de fútbol de barrio con mucha tierra.

No se atreve a preguntar el por qué de la lentitud. Como que algo energético si lo impide. Sin embargo, conversan de música, la predilección auditiva de ambos. Es el antídoto adecuado para evitar otros temas. Pancho, aunque es un metalero declarado, corpulento como muchos de sus pares y delatado como tal por una abundante cabellera negra ondulada y muy bien cuidada, viste bufanda roja y una gruesa chaqueta con diseño ajedrecístico en lugar de vestimenta de cuero. Además está muy enamorado de Sinéad O'Connor y fascinado con el minimalismo de Philip Glass. 

En materia de gustos Mancilla bifurca más hacia la música que difunde y fomenta una radio que se jacta en su característica frase comercial de darle espacio a "música alternativa de vanguardia". Y en efecto allí encaja su fuerte inclinación por el rock de los años 70 y 80, sobre todo el sinfonismo y la New Wave. 

Dicho de otro modo, en menos de 200 metros de caminata por Las Hualtatas y por Indiana, pasado Virginia y a punto de llegar a Puerto Rico, hay abundante repertorio para conversar. Pero..."¿por qué estamos caminando tan lento?. ¿Por qué Pancho me induce a esto?...De pronto se detienen y automáticamente Pancho alza los brazos y hace leves paneos con la vista de frente al más puro estilo Chapulín Colorado al alardear con sus antenitas de vinil. 

Están justo en la esquina de Indiana con Puerto Rico que da a las canchas de tierra, cuyas únicas separaciones con las aceras y el resto del mundo exterior son unas panderetas maltrechas. En el suelo algunas de ellas en algunos sectores puntuales, permiten que cualquier persona entre al sitio, colindante con una escuela y cuyos únicos moradores pertenecen a una casa donde hay gallinas y un par de perros, que apenas se ven y tampoco hacen mucho esfuerzo por notarse demasiado.   
  
-Espera un momento. Quédate quieto -le dice Pancho a Ferenc.

El amigo metalero de Mancilla se introduce a la parte más amarilla del sitio, abundante de larga maleza cuya sequedad extrema la hace sonar como si fueran ciudadelas de cucarachas. No es Indiana Jones en la jungla peruana pero camina con sigilo y con los brazos y las manos siempre arriba. Vuelve la mirada hacia atrás y reitera a Ferenc, "espera, no te muevas, ¡no te muevas!", a lo que aquel responde con un escueto y ansioso: "ok". Tras un par de minutos que parecieron diez y ya unos 30 metros adentro (lo suficientemente para no gritar), Pancho llega a otro extremo de las panderetas pero sin resultados satisfactorios. Se da vuelta y la hace un ademán a Ferenc, como diciendo "nada por aquí". Apenas se notan algo más los grillos, incluso los provenientes de la verde vegetación de las residencias próximas.

La situación se prolonga por unos minutos más, que también parecieran alargarse. El joven de abrigo de ajedrez va hacia otro lado del recinto, igualmente generoso en vegetación amarilla y poco placentera de mirar. Todo previsible hasta que aparece intempestivamente una figura humana alargada, cubierta su cabeza con una bolsa de basura negra de papelero pequeño y vestido de chaqueta de colegio ridículamente ceñida (como que le queda chica). Empuja a Pancho, quien se ve muy sorprendido, agitando los brazos y gritando. En fracción de segundo el casi fantasmal sujeto le apunta y le dispara. Los balazos parecen una seguidilla  estruendosas de luces de bengalas.

Pancho cae, los gritos de Ferenc son como los de Luke Skywalker al descubrir a su padre pero multiplicados por diez en agudeza. El tipo se acerca velozmente estilo 100 metros planos hacia Mancilla, le apunta con la pistola, el objetivo se pone de rodillas implorando que no apriete el gatillo, grita y llora con desenfreno. Sin embargo, el tipo activa la principal pieza del arma de fuego y, ya del puro susto, Ferenc se desploma. 

El individuo se saca la bolsa de basura de cabeza y se ríe a carcajada limpia. ¡Es el "cacerola"! Más atrás, haciendo coro en las notorias risas, aparece Pancho. Ferenc sigue shockeado y estupefacto. De más está decir que la pistola es de fogueo, pero con un impresionante estándar de proximidad a lo real. 

-¡Vamos, compadre!, fue una broma -dice el "cacerola" palmoteando la espalda a la pseudo víctima, con soltura y todavía risueño.

-¡Puta!, francamente te veías muy cuma, "cacerola" -le dice el también risueño y relajado Pancho, la otra pseudo víctima.

-Me la creí todita -reflexiona Mancilla después de dos minutos en que no pronunció palabra alguna. Los otros dos vuelven a reírse.

-Y ¿preguntaste por el "cacerola"? ¡Aquí está! -señala Pancho antes de dar origen a nuevas risas.

-Son unos hijos de...Oye, ¿y a quién se le ocurrió este chiste? -pregunta Ferenc, ya más tranquilo y con una mueca más risueña.

-Yo soy el autor intelectual. "Cacerola" es mi actor regalón...En realidad quise hacer un experimento social  -enfatiza con orgullo Pancho. 

-Menos mal que no nos hicieron llegar al "Club de los 19" -comenta Mancilla.

-Es que somos rebeldes sin causa hasta la muerte -retruca el "cacerola". Ahora ya se ríen todos al unísono.

Ya distendida la situación y lograda cierta atmósfera pacífica (milagrosamente no hubo presencia de curiosos, tampoco de la policía) los tres amigos deciden continuar por Puerto Rico hacia el oriente para ir adonde siempre: la plaza de Las Tranqueras, para seguir la conversación y ver a otros mortales de un mundo aparentemente tranquilo.     

Comentarios