Fantasía en rock latino (sexta parte): como Gary y Grace

Grace Kelly y Gary Cooper en
"A la hora señalada" de 1952 (foto sacada de Pinterest)
Por Gonzalo Figueroa Cea 

Son las 8 de la mañana del sábado y reina la calma tras intensas horas recientes. En la mayor parte la dedicaron al amor, pero en el epílogo fueron testigos del “aterrizaje” sorpresivo, singular e inoportuno de Luis y Amparo. Casi se fueron a las manos porque Orestes consideró que hubo en el hecho una burlesca provocación de Luis. Afortunadamente las mujeres salvaron la situación con un toque de cordura y dulzura.

“Fue sólo una locura más de Luis”, le dice Lidia a Orestes, ya ambos nuevamente acostados en su cama y solos. “Es muy típico de él”, sostiene Orestes. “Pero no lo volverá a hacerlo”, argumenta ella. Están tan cansados que no tardan en dormir.

Orestes es sheriff. Las condiciones de vida son complejas en su pueblo del viejo oeste americano. La escasez determina todo: la aridez obliga a la caza de animales salvajes, a los cultivos pequeños y a ciertos tráficos; los caballos son tan amigables como los perros y, ante las dificultades de subsistencia, ser muy duro y resiliente es casi un deber ser más que un querer ser. No hay términos medios en las relaciones humanas: o tienes amigos o tienes enemigos.

Al más puro estilo del clásico filme “A la hora señalada”, aunque con “El extraño del pelo largo”, versionado por los Enanitos Verdes, como música de fondo, Orestes mira por la ventana con sigilo. Sabe que un par de horas más llegarán al pueblo, ya libres, los bandidos que él se encargó de llevar a la cárcel años atrás. Las voces entre una ciudadela y otra dentro del condado, cuando los justos tratan de protegerse, corren rápido.

Lidia lleva un vestido típico de las damas de 1880: su delicada figura apenas sobresale con comodidad entre tanto género y un ajustadísimo corsé, pero luce bien y se siente bien pese al delicado momento. Orestes está desesperado: busca hombres que le puedan ayudar, pero incluso aquellos que fueron beneficiados con su generosidad y que supuestamente eran amigos, le dan la espalda.

-Te ves muy rica -dice Orestes al mirarla. Ella lo mira sutilmente perpleja, como si estuviera pensando: “¿y a éste que le pasó?, ¿de qué fumo?”. Él se da cuenta de su nada delicado piropo.

-Perdona, cariño. Estoy con la mente en otra -se limita a decir. Ella se acerca, agitando su abanico, al escritorio de él, quien está sentado, y le da un beso en la frente. Se pone rojo. El tiempo se acorta, pero ellos deciden no perderlo, aunque parezca que el mundo se acaba.

Justo al mediodía el tren llega. Lo reconocen por el ruido. Él quiere ir sólo pero ella quiere acompañarlo. Finalmente él acepta la dulce compañía en tan peligroso momento. Parece chiste. El caballo arranca veloz, pero por prudencia él prefiere dejarlo amarrado una cuadra antes de la estación. Él entra al edificio sin dejar de advertirle antes a ella que se quedé varios metros delante de la entrada.

Dentro de la estación el maquinista y el resto de los que trabajan allí apenas cotizan su presencia. De pronto suena un disparo de revólver. Provino de una de las ventanas del vagón central. Orestes alcanzó a esconderse en una oficina de la estación, muy próxima al andén. Responde a la agresión, pero el balazo sólo logra destruir un vidrio del ferrocarril.

Se viven minutos de terror. Él se convence absolutamente que tiene dominada la situación desde el lugar donde está. Se anima nuevamente, asoma la cabeza por la ventana y despacha otro balazo, pero aquel no tiene resultados satisfactorios. Un minuto después siente otro disparo, cuya violencia vuela el marco superior de madera de la ventana de la oficina en que está y termina destruyéndola completamente con vidrio y todo…Y, de pronto suena un teléfono: “¿será Alexander Graham Bell?”, se pregunta. “No, Orestes. Es Luis”, responde Lidia. “¡Nooo!, ¡no puede ser!, ¡ese huevón de nuevo!...No se cansa, ¡aparece hasta en mis pesadillas!”, exclama Orestes, con algo de sueño todavía.

-Hola, perrín. ¿Cómo estai? -dice Luis, con el tono risueño y relejado que le es característico. No alcanza Orestes a articular una respuesta cuando el acelerado Luis contraataca con otra pregunta.

-¿Te acordai de la colección de películas clásicas de lujo que me prestaste tiempo atrás?

-Sí. Podrías habérmelas traído de vuelta pa´ no haber tenido que escuchar tu voz de nuevo.

-Pero, hermano: ¿qué pasa? Estai brígido –responde Luis con voz susurrada de cantante de reguetón .

-Y después de tu visita, ¿querís que te pida un autógrafo?

-Oye, con Amparo nos acordamos de ti y de Lidia –responde Luis como si nada raro pasara. “Noooo....Esto no puede estar pasando”, piensa Orestes.

-Es que vimos “A la hora señalada”, de esa misma colección, y Amparo dijo que tú te pareces a Gary Cooper y Lidia a Grace Kelly.

 -…

-¿Orestes?

Lidia, al detectar que su novio cortó intempestivamente el teléfono, le preguntó lo que le pasaba.

-¿Conoces a algún discípulo de Freud o de Carl Gustav Jung?

-¿Por qué?

-Necesito a alguien especializado en coincidencias sin explicación lógica -responde él. Ella lo mira sutilmente perpleja, como si estuviera pensando: “¿y a éste que le pasó?, ¿de qué fumo?”.


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