Volátil

Por Gonzalo Figueroa Cea

Ferenc Mancilla se sintió como una pluma con voluntad propia. Caminó por las calles como si no pesara. La gravedad, si es que existió en ese momento en pleno pavimento, no tenía sentido del tacto en los pies.

Ya es de noche y su madre, su padre y el resto de la familia están en casa. Invade su cuerpo una sensación de extrañeza, una cosa del tono “¿qué me paso?”, pero por sobre todo un sentimiento de culpabilidad que le obliga a pensar “¡esto nadie más lo puede saber!”. Y si lo saben, que lo sepan en 30 años más, cuando sea 2020 y tenga 48 años de edad.

Quizás, por entonces, sea una sociedad más tolerante ante los errores propios de un muchacho “al que le ha costado terminar el colegio y le falta madurar”. No han sido tan directos para decírselo, pero sospecha, por la severidad de las expresiones, que así piensan algunos adultos cercanos y algunos más no tan cercanos.

Pero ahora se siente protegido y más seguro. Son las nueve de la noche, está solo en su dormitorio y la puerta está cerrada. Su mamá, su papá, su abuela y sus hermanos conversan en voz alta acerca de situaciones muy humanas, pero con los matices propios de una época transicional (no todos los días pasamos de una dictadura a una democracia y nadie dijo que sería fácil). “Pinochet todavía manda”, dice el padre. “Aylwin no puede hacer mucho”, expresa la madre. “Le ha costado mucho imponerse al gobierno. Hay muchas leyes en contra todavía”, subraya la hermana mayor, recién titulada de abogada. Pero no hablan de Ferenc.

La larga siesta de varias horas (deben haber sido unas cinco) surtió buenos efectos: pasó la peculiar sensación corporal que padeció algunas horas antes. No hay problema para ir a saludar y compartir una cena con el resto de la familia. Tampoco hay necesidad de contar lo que sucedió. Probablemente a nadie le interesa porque ni siquiera lo sospechan. “Total, los cabros duermen bastante”, pensarán. Pero él se acuerda de todo y, casi de inmediato, empieza a "rebobinar la cinta" de aquella memoria de ultra reciente data.

Aburrimiento y salida

Tras la vuelta al colegio almuerza la cazuela que la señora Eufemia (tan comprensiva y humilde siempre) le había servido. Todo normal. Después la televisión. Argentina vence con claridad a una selección cuya denominación ya parece tener fecha de vencimiento: Unión Soviética. Dos a cero va el partido enmarcado en el mundial de Italia, pleito donde los trasandinos sufren la lesión de su arquero titular, Nery Pumpido, casi iniciado el duelo (reemplazado por alguien que pinta para figura: Sergio Goycochea).

Sin embargo, el favorito de Ferenc para ganar la copa es la selección local, donde brillan Vialli, Schillaci, un tal Roberto Baggio y otro tal Paolo Maldini. Pero, aunque le gusta el fútbol, se siente aburrido viendo televisión en el living. Busca algo que sacuda su cabeza (al decir de Cerati).

El joven decide salir. La pinta de liceano no es apropiada para la circunstancia, razón por la cual la cambia por jeans, zapatillas blancas, un suéter gris azulado y la chaqueta ploma, que le calzan perfectos aunque ya los haya ocupado varias veces y varios días seguidos (¿será seductor para alguna mujer enterarse de eso?). Y la excusa ante la señora Eufemia y la octogenaria abuela del chico también es perfecta: “No hay pan y, como mi papá siempre deja plata para eso, ya la encontré y voy a comprar”.

Parte a la calle con el relajo de costumbre. Llegado a la plaza saluda a otro joven del sector, Matías, quien sentado en el respaldo del banco y los pies en el asiento en sí manipula unos papeles pequeños y muy delgados. Luego saca, desde un paquete blanco que llevaba envuelto y es del porte de la palma de una mano, algo parecido a un pasto verde corto, seco y bien aromático.

Evidentemente desde varios metros antes, Ferenc ya había detectado de qué se trataba y lo que el muchacho hacía. No fue necesario explayarse demasiado.

-Es muy buena, compadre. Me la consiguió un amigo. Me la trajo de Rancagua.

-Sí- responde Ferenc, boquiabierto pero sin exagerar la expresión.

-Y está filete, viejo -responde el muchacho, casi con los ojos desorbitados. Como pidiendo simplemente que le crean-. No te imaginas lo buena que es. ¿Quieres probar?

Casi sin decir que sí, Ferenc accede. “Tengo tiempo. No pasa na’”, piensa. Matías ya se había despachado energéticamente la primera calada. Lo hizo en forma histriónica, como chupando aire y papel, con harto ruido y como si se hubiese sacudido desde adentro de su cuerpo, deformando la cara y con los ojos semi cerrados. Acto seguido, le da el diminuto pucho a su amistosa contraparte.

-Está…-Ferenc tose un poco- muy bueno.

-Sí…-Matías, más exagerado en las succiones del mini cilindro de papel, tose más- ¡Muy bueno, viejo! -enfatiza con voz muy ronca.

Los chicos se entusiasman. Ferenc, nada acostumbrado a esta variante de vegetales fumables, sigue la corriente y se despacha menos caladas que Matías, pero tampoco pocas. No pasan más de diez minutos.

-¡Ya, compadre!, te agradezco la piteá. Tengo que irme -Pese a lo concreto que quiso ser Ferenc, los ojos de Matías, sentado todavía en la parte superior del banco, parecen diminutas e irregulares líneas que exhiben entre medio otras líneas aunque más vidriosas, llorosas y con un matiz rojizo, que buscan conforme a la misma apariencia una explicación extra. Pero ambos no se dan tiempo para explicaciones que parecen de más. Se dan un fuerte abrazo. Ferenc, en pocos segundos, ya no es visible en la plaza.

De pronto irrumpe, casi de la nada, una sensación extrañísima.

Llega a la panadería. No siente los pies (¿una nueva versión de Gregorio Samsa?), pero sí se da cuenta que camina (hasta decirlo suena raro). Al menos logra discernir las marraquetas de las hallullas y lo que es un kilo de pan. Sabe que es eso porque es lo habitual. Pero todo lo demás es extraño porque parece muy liviano. Hay una decena de personas en el local porque es grande, pero para Ferenc son como imágenes de video que pasan a su lado. Pareciera que no pesan ni hacen ruido. Pero ya nota algo peculiar en algunas miradas.

Llegado a la caja irrumpe el asombro. Una muchacha -la que pesa el pan, la otra está a cargo de la plata- lo mira varios segundos. Pero la mirada no es molesta, no es curiosa y nada que se le parezca. Al contrario.

Él también la mira durante varios segundos. Ella debe ser algunos años mayor. ¿A quién le importará en ese escaso lapso?. Los corazones laten más fuerte. Ambos vacilan. Pero nadie en la fila para pagar presta mayor atención salvo la joven a cargo de la caja, quien urgida y molesta reta a su compañera que envuelve el pan. Ella se remece por fuera e internamente más todavía. La cajera no está pendiente de su emoción puntual. Lógico: hay una fila de clientes que pagarán. “¡Debemos atenderlos y ésta anda paveando!”, debe estar quejándose en su mente la mujer.

La joven de la mirada fugaz y potente termina envolviendo el kilo de pan y se lo entrega a Ferenc, aunque lo hace menos sonriente que antes.

-¡Gracias! -contesta Ferenc, dubitativo.

Los efectos del cilindro son evidentes al menos para él y, quizás, para algunos y algunas a quienes les pudo llamar la atención su actitud (“no creo ser tan importante como para llamar la atención”, piensa). 
Pareciera que la chica, claramente nueva en el negocio -él nunca la había visto antes del episodio reciente- nunca se dio cuenta. Quizás sí su compañera de trabajo. Pero da igual. Él sale del negocio como queriendo que nada de lo que pasó hubiese ocurrido, salvo…la hermosa mirada de ella, como pintada para un cuadro.

A la vuelta a casa se da más vueltas que de costumbre. Incluso el trayecto que realiza no es el típico. Se dirige a un pasaje cerca de su casa. Se encuentra cara a cara con varias personas del vecindario. Los saludos son tan evidentes como evidente es lo que siente: una pluma desprendida de un ave, un objeto archi ultra liviano y hasta transparente con extremidades, que camina cuadras y cuadras mientras pasan micros y otras personas a su lado como si estas últimas fueran solamente vientecillos o fantasmas.

No le da sueño, mas llegado a casa la misión es dormir. “Tiene que pasarse esta sensación”, piensa. No son más de las 4 y media de la tarde. Es un otoño frío y próximo al invierno en tiempos en que poco y nada se habla de calentamiento global. De hecho está nublado y oscurece. Y pareciera que la motivación de Ferenc también. De ninguna manera quiere encontrarse de nuevo con Matías. No.

Vuelve a casa, deja la bolsa del pan donde debe estar: colgada detrás de un gancho de la cara interna de una de las puertas de la cocina, y se va a su dormitorio. La sensación no es completamente desagradable, pero no es normal: los cinco sentidos y hasta la intuición no pueden estar así. Por mucho que pueda ver y oír todo, no es deseable esa especie de “estado lunar” que siente su cuerpo al pisar y caminar en la superficie terrestre, y además al observar a la gente y cualquier entorno. Quizás con cualquier aromático pito algunos resisten mucho más y se sienten de maravillas. Pero no es su caso.
Una vez puesto en posición horizontal el cuerpo, que siente como jalea seca (si es que realmente existiese eso), entra en el sopor del sueño.

Vuelta a la normalidad

A Ferenc le gusta ir a comprar el pan. No es por el acto en sí o porque sea muy considerado con sus mayores. Hay una mezcla rara de andariego, curioso, ir a revolverla con amigos, pero por sobre todo algún sentido de libertad.

Son recurrentes en sus andanzas las canchas de tierra y la multicancha rodeadas de maleza verde del sector que envuelven las calles Puerto Rico, Indiana y Cleveland. Unos seis ó siete años atrás, cuando los vecinos veraneaban, él pasaba a sus casas tras subir la pandereta separatoria. Ese espíritu de niño, a los 18 años no lo había perdido.

Claro, a diferencia de cinco, seis o siete años atrás, ya no es un niño o un adolescente en etapa temprana. Hoy ya es un hombre, por mucho que le falte carrete. Ya tuvo una experiencia fuerte con Zelinda. Algo que le afectó, pero lo hizo madurar (ver Dulce y juguetón paréntesis).

La imaginación vuela en las largas caminatas con los amigos. Son testigos estáticos Lo Gallo, avenida Las Condes varios kilómetros al oriente, las cercanías de las casas de algunas amigas (en actitudes algo voyeristas), varias plazas, El Zodiaco, los departamentos del sector de Los Militares, Los Castaños, El Shopping Los Cobres, el Apumanque, el parque del hoyo, algún sitio eriazo, etcétera.

Los temas recurrentes han pasado a ser de fútbol a mujeres, rock (sobre todo el metalero y el que le hace guiños a lo sinfónico) y todo lo que tenga que ver con la vuelta a la democracia y lo que parece el inminente fin de la Guerra Fría…u otra clase de guerra. La vida sigue su curso. 

¿Y las visitas a la panadería?, ¿y la muchacha encargada de pesar el pan? Sí, la misma de vacilantes movimientos, sonrisa amorosa y objeto de la molestia moderada (o furia contenida) de su compañera de trabajo a cargo de la caja. Lo cierto es que nunca más la volvió a ver. ¿La habrán despedido?

La extraña sensación volátil de ese mes frío de 1990 pasó al olvido. El extraño recuerdo, no. Ella tampoco.

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